sábado, 29 de diciembre de 2007

Ascos

Era un hombre larguirucho de pelo canoso, gafas de pasta y dos dientes dorados. Sus ojos de niña lo veían altísimo. Amigo íntimo de la familia desde que sus padres eran novios. El amor platónico de él: su madre.

Todas las tardes cogían su coche para recoger al padre en el trabajo, salía a las ocho y se pasaban por el taller de Rafael para hacer más corta la espera. Era una especie de "manitas" en aquel centro: fontanero, electricista e incluso carpintero. Una nave de aproximadamente 50 metros, llenas de mesas alargadas con todo tipo de herramientas y materiales que en aquella época no se preveían peligrosas para una niña de seis años. Le encantaba jugar allí: construía, arreglaba, inventaba... las horas pasaban rápido junto a tanto cachibache para jugar. Los adultos hablaban de sus cosas, ella no se preocupaba por nada.
Cuando se hacía la hora, su padre aparecía y se marchaban a casa. Los fines de semana transcurrían con visitas mútuas a los respectivos "terrenos".
A veces dejaban a la niña con Rafael para que volviera en el coche con él y no fuera sólo. No se percataron que con el paso de los años, la niñita no quería subir a su coche.
Rafael se casó con una buena paridora de hijos, poco habladora y bastante obediente: seis hijos en diez años, justos los que acababan de cumplir los pequeños de ambas familias.
En aquella época seguían visitando a Rafael en el colegio para esperar a su padre y a ella, ya empezaba a molestarle ese aliento carajillero que siempre emanaba de su apestosa boca.

Uno de los viajes en el coche que hicieron juntos, se sintió especialmente incómoda: no era lógico que se empeñara en que subiera delante, cuando todo el mundo sabía que los niños viajaban detrás. Comenzó el viaje y la mano del conductor se iba a su cabello, diciéndole qué bonita que era.
Ella intuyó que algo no era normal. Esas caricias las vivió con asco, no con ternura ni cariño. Él le insistía en que le llamara "tio", su tío Rafael. Nunca lo hizo. Conocedora de la amistad de juventud de sus padres y de la singular situación familiar que vivieron no lo consideraba como tal.

Rafael se había casado con la sobrina de la tercera madastra de su padre, y como dice el refrán, a falta de pan, buenas son tortas, le pidió relaciones y se casaron. Insistía en que prácticamente era de la família.

Esos pequeños viajes se sucedían con cierta regularidad, pero la niña ya no quería subir con él. Prefería volver con sus padres, pero se insistía.
Sus quejas caían en saco roto.
- Tonterias de la niña, -decía su madre-.
- Mujer, si no quiere subir con él, pues que se venga con nosotros -contestaba su padre-.
- Ya, pero se vuelve sólo, y total, vamos al mismo sitio.

Ante estas conversaciones, a veces lo conseguía, pero otras no. Y en uno de esos viajes de vuelta. Rafael insistió en que subiera delante. Su mano pasaba por encima de su pecho para ponerle el cinturón con roces buscados e intencionados. La niña se incomodaba sólo con pensar en estar a solas con él. Le molestaba que le mirara sus incipientes pechos, sabía y sentía dentro aún de su inocencia, que eso no estaba bien.

El último día que subieron juntos, se le quedó grabado en su memoria durante muchos años, aunque afortunadamente, llegó un momento en que simplemente se convirtió en repugnancia hacia ese ser alcoholizado, infeliz en su vida y enamorado de su madre, y en su defecto, de la hija.

- Sube, guapa, que nos vamos. Tus padres nos esperan en casa.
Las piernas de la niña empezaron a temblar. En su casa no se hablaba de sexo, de parejas ni de cosas similares y tras ponerle el cinturón y sobarle sus pezones, (nunca dejaba que se lo pusiera ella y si lo hacía se aseguraba de que estuviera bien puesto). De nada le valía decir que en aquella época no era obligatorio ponérselo en la ciudad.
Arrancó el coche y se pusieron en marcha.
- Estás muy guapa -le decía-.
- Gracias -contestaba enrojecida ella.-
- Oye... ¿ya te ha salido algún pelillo? dirigiendo su mano directamente a la entrepierna de la niña. Las apretó tanto para que aquella huesuda mano no llegara a su destino que le dolieron un rato de la fuerza que ejerció.
- ¡Vaya!. ¡Si ya tienes tetitas! Llevando su mano al pecho.
- Rafael... mira hacia adelante, mientras sus pequeños brazos intentaban protegerse de esos tocamientos.
- No te pongas nerviosa, ¡si soy tu tío!. Te quiero como si fuera tu padre.
- Déjame, por favor.
-Tranquila, es que... ¡ya eres toda una mujercita!. Mira, yo también tengo pelillos, es natural, ¿quieres verlos?.
- No!!!! no quiero ver nada. Quiero llegar a casa.
- Tranquila... si sólo te lo pregunto porque mi hija ya tiene. Sólo quería que supieras que a ti también te va a pasar. Nada más.

Su hija tenía ya 14 años y evidentemente no tenía nada que ver con el cuerpo de una niña de diez años y medio, que aunque ya empezaba a desarrollarse, no dejaba de ser sólamente una niña.
- No le digas nada a tu madre que hemos hablado de sexo, ya sabes que ella es muy puritana y te reñiría.

Ella sabía muy bien que no era eso en realidad lo que le quería decir, pero dentro de su pequeña cabeza también sabía que tenía las de perder. Nunca le hicieron caso cuando intentaba contar algo sobre Rafael. Era su palabra contra la de un adulto, amigo de la familia y más íntimo de lo que debiera.

Jamás consiguió que ella volviera a subir al coche con él. Peleas y berrinches le costó a la niña subirse corriendo al vehículo materno antes de que a nadie le diera tiempo a decir o sugerir un posible viaje.

Rafael siguió haciendo visitas a su casa. La niña seguió creciendo e incluso rechazaba, siempre que podía, los besos de bienvenida de cortesía que él siempre buscaba, sobre todo si se quedaban solos.
El asco y la repugnancia hicieron el relevo al miedo que ella sintió en aquella época. Incluso cuando llegó a intentar que su hijo pequeño, de la misma edad que ella se hicieran novios llevándolo siempre que podía a su casa.
Con 16 años ya cumplidos, desaparecía cada vez que oía su coche. Si estaba en la piscina, se vestía rápidamente para irse y no tener que cruzarse con él. Si era la hora de comer, salía precipitadamente a cualquier recado. Le evitaba en todo momento, no quería siquiera que aquel revulsivo ser la pudiera observar ni de lejos.

Hace unos meses se enteró de que había fallecido. Su madre, un tanto ida de la cabeza le dijo dramáticamente, que Rafael había dejado de estar entre nosotros, y que ojalá Dios. lo tuviera en su gloria. La niña, que ya no era tal la miró con indiferencia y pensó... si, y que descanse... en el infierno.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Pensar que a veces no sabemos escuchar es terrible

Anónimo dijo...

Si que es cierto, y si encima se es un crio... deberíamos abrir bien las orejas para estar atentos.