sábado, 5 de julio de 2008

María y Antonio

Su vida era simple: la mayor de nueve hermanos, hacía de todo, menos de joven. Empezó la temporada y los días se sucedian entre hoces y agachadas para poder segar, donde sus movimientos de culo mareaban a quien la mirase. María tenía un aire a Kim Novak (al menos eso me decía su yerno) pero en moreno.
No era de extrañar, que a pesar de estar todo el dia trabajando, llevara a más de uno detrás. Los mozos del pueblo buscaban ponerse dos o tres surcos por detrás de ella para tener la panorámica perfecta, tanto a la ida como a la vuelta. Y a pesar del calor, de las sudadas, y del cansancio, tenía una gracia que transmitia en cada paso de hoz que daba. Sus pechos se movían al compás de cierta melodía que sólo unos cuantos captaban. A ella le gustaba Antonio. Era especial. Tenía el pelo blanco a pesar de su juventud, sus ojos claros le decían muchas cosas sin tan siquiera emitir una palabra.
Antonio nunca me contó cosas de su juventud, era un hombre de pueblo, huérfano, que tuvo una madre muy recta, y que tenía que llevar ella sola las tierras, y lidiar, en aquellos tiempos, con cuadrillas de hombres.

Le resultaba especialmente exótico en aquellas tierras del interior, donde los rubios no abundaban y donde las palabras sonaban igual en boca de aquellos labriegos.

Acabando el verano María había sacado tiempo para recostarse un poco, después de dar de comer a sus hermanos pequeños, y recoger los enseres del trabajo. por fin pudo recostarse. Era la tercera vez en todo el verano que lo conseguía. Pero ese día, era especial. Las miradas de aquella mañana fueron toda una declaración de intenciones para ambos. Antonio la escudriñaba hasta el más íntimo recodo de su ser. Ella se dejó hacer. Hicieron el amor entre pajas. Su amor se selló para siempre.
Llegó su primera hija, y tres años después, la guerra. Ella republicana, él, no sabía bien. Le tocó luchar en la parte de los azules, porque la geografía, así lo quiso. Y claro, no estaba bien visto eso de vivir juntos sin casarse. Así que, lo hiceron: se casaron. Su hija llevó las arras. Le invitaron a un puro y se fue al monte como despedida, no sin antes despedirse de su compañera. Tuvieron que ir a recogerle, porque se emborrachó a la tercera calada.

Volvió cuando su segundo hijo ya había nacido. Tiempos de posguerra en el pueblo. Tiempos de encarcelamientos por mirar de reojo. Tiempos de cambiar un huevo por seis sardinas con un poco de suerte.

Algo cambió a su vuelta. Sus ojos ya no le decían lo mismo. Su mirada era más cruda. Sus manotazos aparecieron sin previo aviso. Pero era lo que había. Entonces no existía la violencia de género, tan sólo una hostia dada por no tener a punto algo en su momento exacto, que se repartian gratuitamente, sin necesidad de ir a la Iglesia. Pero no era mala persona, decía María, es que antes, se era así. Nosotros nos queríamos. Cuando llegaron a la ciudad, los manotazos cesaron, el entorno no era el adecuado. Y eso que se ganó ella. Llegó el tercer hijo, que no vivió ya esas pesadillas.

Pero a mi, que me entierren aquí,- me decía María- y él, que se vaya al pueblo si quiere. No necesito pasar juntos toda la eternidad. Yo me quedo donde viven mis hijos y donde ellos se quedarán para siempre.
Y es que hay hostias que no se olvidan.

4 comentarios:

Leo Zelada dijo...

Saludos desde un insomnio aterrador.

Divagando dijo...

Saludos... se ve que la noche no invita a dormir.

RMS dijo...

El mundo está lleno de Marías, que callan, que guaran esa impotencia... todo el dolor y angustia acumulados suelen ser peligro y hasta mortal.
No se olvida, no.
Un saludo.

Divagando dijo...

A mi me las contó, y aunque seguían doliendo igual, se fue tranquila y feliz. Él, no era mala persona, es cierto, la guerra le trastocó y lo pagó con quien no debía. Se fue rápidamente sin hacer mucho ruido y en el sitio dónde él quería quedarse. Cosas de los abuelitos. Un saludo Ramses.