sábado, 8 de marzo de 2008

siete mil rosas blancas


Desde un balcón violeta se dirige en la noche a la luna. En la boca la espuma de las palabras y en la mano la rosa, que ya está muerta. Y le grita agitando anillos de polvo, enseñando sus dientes cansados. Y se asoma feliz, desde su balcón violeta, y en la cara un pañuelo de seda, y en los ojos, un desliz de locura y en la mano… la rosa, que ya está muerta. Encontró su cordura con su rosa muerta y salió al balcón para enseñar su vida. La mujer no necesita quedar bien con todos, no necesita el poema ni la esperanza, pero se siente feliz, blandiendo palabras ignotas, remotas caricias, muriendo en pedazos mirando la luna, desde su balcón violeta. En la boca la espuma de las palabras y en la mano… en la mano la rosa que ya está muerta.

Hacía 30 años que vivía sola, demasiados años para justificar nada. Pero sus recuerdos se ahogaron. Con un gesto cansado, abrió la boca, pero solo escuchó el silencio. Trató de encontrar algo que le diera luz a sus pensamientos, la lógica, pensaba, la lógica, pero todo era vacío hasta que encontró sus recuerdos. Y sintió el deseo inmenso de comunicarse, de enseñar al mundo su rosa, que ya estaba muerta.

Tras unos breves instantes, todo volvía a comenzar y empezaba de la misma manera en que todo concluía. Fugazmente pensó en la muerte, eran muchas preguntas sin contestar, muchas experiencias por vivir otra vez, pero pudo más el recuerdo, y el no aroma de su rosa muerta. Buscó para ese momento sin nombre, para ese retazo de angustia, para ellos dos, cuando eran dos, sus recuerdos condensados en aquella cajita.

Para aquel duende que repasaba los guiones de su vida, aquel que diseñaba siete mil rosas blancas para su sonrisa, aquel que deslizaba siete mil caricias bajo su camisa. Era el mismo duende que se refugiaba en la noche, que se fundía en el silencio, que derramaba palabras de amor por su mirada, por una simple mirada. Y que le regaló aquella rosa que estaba viva. Era como un dios que creaba los ecos de sus preguntas, como la lluvia se dirigía hacia ella, golpeándola, acariciándola.
Era un borracho de barro, un pez de colores, era la misma muerte. Y un enorme silencio envolvía su rostro, por ese momento sin nombre, por un retazo de angustia. Sí. Era el mismo duende que tenia doce mil soledades y un pene que taladraba la noche y que diseñaba siete mil rosas blancas para su sonrisa.

La encontraron en la acera, y en su mano…
en su mano aquella rosa que ya estaba muerta.

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