A las once y cuarto se tomó una pastilla para dormir, los pensamientos la atormentaban y no aprendía a controlarlos.
Al cuarto de hora sonó el teléfono.
- Mari, el viejo... (silencio prolongado). Está blanco.
- ¿cómo que está blanco?... ¿está bien?
- (...)
- Ey!!
- (...)
- ¿se ha muerto?
- (...) , (...), (...), (...)
- dime.
- Está blanco. -decía él.
- Blanco... ¡ Se ha muerto.!
- Está blanco... y está quieto. Insistía él.
- Bien. Se ha ido ya.
- Está blanco. (...)
- ejem.
- (...), (...), (...), (...) ... (interminables.)
- Joder, ¿lo tengo que adivinar?
- (...)
- Pero dime algo, ¡no te calles! decía ella.
- Está blanco y no se mueve.
- Eso ya me lo has dicho. ¿se ha puesto peor... o... ya descansa...?
- Blanco y quieto.
- Se ha muerto. ¿Tanto te cuesta decirme que si?.
Con un tono dramático digno de un goya, (o de un oscar, vete tu a saber), como si fuera una sorpresa después de 4 años sin caminar, 5 meses en la cama, comido por las llagas y ya sin conocer a nadie salvo en contadas ocasiones, vivendo en un tiempo aparte, y con fiebre los dos últimos días, por fín contestó:
- Si.
- Luego te llamo. Y colgó.
La única persona que le importaba en esa casa por fín se marchó. El resto, le sobraba. Ni tan siquiera la tuvieron en cuenta en su despedida. Le sobraban los dos: la esposa y el hijo, la madre y el hermano.
Llevaba meses durmiendo mal, llorando su deterioro y deseando su descanso. Aquello no era vivir. Ni para él, ni para ella. Ni para nadie. Era un sobrevivir no se sabe bien a qué.
El casi tener que adivinar la muerte de su padre, bajo los efectos del somnifero, hizo que su mente se contradijera. Las conversaciones que transcurrieron a lo largo de la noche fueron tan increibles que lo dejó para otro día.
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